EL ORIGEN DE "EL ULTIMO OREJON DEL TARRO"
Señores:
Cada vez que escucho la frase "El último orejón del tarro", siento una emoción muy particular y cuando le digo al que la utilizó que el creador de ella es mi padre, no lo pueden creer. Pero la realidad es que él la dijo y luego se divulgó como paso a contarles:
Mi padre, Jaime Gasa, era guionista de la revista Paturuzú, en su Época de Oro. Compartía la redacción con próceres del humor porteño, como Abel Santa Cruz, Cesar Bruto, Marianito Juliá y dibujantes de historietas del calibre de Ferro, Divito, Blotta (padre), Roux (padre) y también Guillermo Roux, el gran pintor, que en aquel entonces era aprendiz y coloreaba los dibujos de los capos de la historieta. Lo dicho, si en los años veinte París era una Fiesta, según Hemingway, en los años cuarenta esa Redacción era una Fiesta. Y el máximo jolgorio era cuando se llegaba al cierre semanal de la revista . Allí ocurrió la anécdota, cuando mi padre por cuestiones que ignoro, quejándose de una injusta postergación, dijo lo que dijo y sin proponérselo, esa frase quedó grabada de tal modo que el paso de los años no le hacen mella. Al decirlo, todo el grupo estalló en risotadas y el barullo fue tal que Dante Quinterno salió de su despacho para averiguar cual era el motivo de tanta risa. Alguno de los que estaban presentes sería amigo de Dringue Farías o de Castrito, que en ese entonces actuaban en la Revista del Maipo. El asunto es que pasaron dos o tres días desde el momento que mi padre dijo lo de los orejones, cuando ya estaba incorporado a un sketch que jugaba el histórico dúo. Y ahí tuvo la difusión propia del boca a boca.
Si ustedes se preguntan por la raíz psicológica que originó la frase, les tengo la respuesta. Según mi abuela paterna, mi viejo era la piel de Judas. Travieso a más no poder. Cansada de tanta lucha, sus padres hicieron lo que se acostumbraba en esa época, lo internaron pupilo en el Seminario de Rosario, a los ocho años, de donde se escapó a los diez para regresar solo, en tren, como polizón. En su estadía como pupilo, padeció la reiteración hasta el hartazgo de un postre, la compota de orejones, al que fue odiando a medida que se repetía, como si no existiese otra opción dulce. Para colmo, como el comedor se autogestionaba, cada uno de los pupilos debía, por riguroso turno, servir al resto de sus compañeros. A él le tocó vivir la experiencia de servir a un niño el último orejón de ese tarro, acompañado por una cucaracha que también estaba en el fondo del frasco de vidrio. Eso lo marcó definitivamente. Si un cuadro de Cezanne tenía orejones, pues no lo podía ni ver.
Luego, al nacer yo en 1944, dejó Paturuzú como estable del plantel, aunque siguió colaborando con cuentos de profunda raigambre porteña de esa época, generalmente vinculados a temas del turf, que actualmente serían calificados de naif. Se incorporó a la redacción del diario La Nación, donde actuó por algunos años, hasta que en 1948 se hizo cargo junto con mi madre de la Tintorería Los Jazmines y abandonó por completo la actividad. En 1983 Dante Quinterno lo invitó a hacer una colaboración con motivo de un aniversario importante de la revista Paturuzú y ese fue su último trabajo vinculado al humor. Falleció en 1985.
A pesar de la enorme cantidad de cuentos cortísimos que escribió, su máxima creación fue verbal. Todos aquellos a los que les constaba la veracidad de lo aquí he relatado ya no están en este mundo, salvo Guillermo Roux, pero él no se quedaba hasta tan tarde y tenía alrededor de 15 años.
Les mando un cordial saludo.
Francisco Gasa
P.D.: Les aclaro que mi madre puede dar más detalles, a sus 91 años.
Agradezco a Lawry que me paso el dato y Francisco por pasarme este genial escrito.
Cada vez que escucho la frase "El último orejón del tarro", siento una emoción muy particular y cuando le digo al que la utilizó que el creador de ella es mi padre, no lo pueden creer. Pero la realidad es que él la dijo y luego se divulgó como paso a contarles:
Mi padre, Jaime Gasa, era guionista de la revista Paturuzú, en su Época de Oro. Compartía la redacción con próceres del humor porteño, como Abel Santa Cruz, Cesar Bruto, Marianito Juliá y dibujantes de historietas del calibre de Ferro, Divito, Blotta (padre), Roux (padre) y también Guillermo Roux, el gran pintor, que en aquel entonces era aprendiz y coloreaba los dibujos de los capos de la historieta. Lo dicho, si en los años veinte París era una Fiesta, según Hemingway, en los años cuarenta esa Redacción era una Fiesta. Y el máximo jolgorio era cuando se llegaba al cierre semanal de la revista . Allí ocurrió la anécdota, cuando mi padre por cuestiones que ignoro, quejándose de una injusta postergación, dijo lo que dijo y sin proponérselo, esa frase quedó grabada de tal modo que el paso de los años no le hacen mella. Al decirlo, todo el grupo estalló en risotadas y el barullo fue tal que Dante Quinterno salió de su despacho para averiguar cual era el motivo de tanta risa. Alguno de los que estaban presentes sería amigo de Dringue Farías o de Castrito, que en ese entonces actuaban en la Revista del Maipo. El asunto es que pasaron dos o tres días desde el momento que mi padre dijo lo de los orejones, cuando ya estaba incorporado a un sketch que jugaba el histórico dúo. Y ahí tuvo la difusión propia del boca a boca.
Si ustedes se preguntan por la raíz psicológica que originó la frase, les tengo la respuesta. Según mi abuela paterna, mi viejo era la piel de Judas. Travieso a más no poder. Cansada de tanta lucha, sus padres hicieron lo que se acostumbraba en esa época, lo internaron pupilo en el Seminario de Rosario, a los ocho años, de donde se escapó a los diez para regresar solo, en tren, como polizón. En su estadía como pupilo, padeció la reiteración hasta el hartazgo de un postre, la compota de orejones, al que fue odiando a medida que se repetía, como si no existiese otra opción dulce. Para colmo, como el comedor se autogestionaba, cada uno de los pupilos debía, por riguroso turno, servir al resto de sus compañeros. A él le tocó vivir la experiencia de servir a un niño el último orejón de ese tarro, acompañado por una cucaracha que también estaba en el fondo del frasco de vidrio. Eso lo marcó definitivamente. Si un cuadro de Cezanne tenía orejones, pues no lo podía ni ver.
Luego, al nacer yo en 1944, dejó Paturuzú como estable del plantel, aunque siguió colaborando con cuentos de profunda raigambre porteña de esa época, generalmente vinculados a temas del turf, que actualmente serían calificados de naif. Se incorporó a la redacción del diario La Nación, donde actuó por algunos años, hasta que en 1948 se hizo cargo junto con mi madre de la Tintorería Los Jazmines y abandonó por completo la actividad. En 1983 Dante Quinterno lo invitó a hacer una colaboración con motivo de un aniversario importante de la revista Paturuzú y ese fue su último trabajo vinculado al humor. Falleció en 1985.
A pesar de la enorme cantidad de cuentos cortísimos que escribió, su máxima creación fue verbal. Todos aquellos a los que les constaba la veracidad de lo aquí he relatado ya no están en este mundo, salvo Guillermo Roux, pero él no se quedaba hasta tan tarde y tenía alrededor de 15 años.
Les mando un cordial saludo.
Francisco Gasa
P.D.: Les aclaro que mi madre puede dar más detalles, a sus 91 años.
Agradezco a Lawry que me paso el dato y Francisco por pasarme este genial escrito.
4 Comments:
La anécdota es maravillosa. Hurgar en el origen de estas expresiones populares, me fascina. Doy fe de que en mi infancia, la compota de orejones de durazno era muy común.
Marcelo, se te extraño en la presentación...
Gracias por la mención, pero el único mérito de mi parte fue comprar antes que vos el diario donde salió esa carta.
Está buenísimo el cuento. Fue un dicho qué escuché durante mi estadía de dos años en BsAs a mediados de la década de los 90, peró hay hoy me costaba entender el significado. Y de propósito, fue hoy que fui a rastrear en Google el sentido de la frase porque, por motivos laborales, hoy yo también me siento como el último orejón del tarro!
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